Santiago, a la hora de los Jardínes húmedos

El amanecer en el verano es de esos momentos en que uno parece entender profundamente el mundo en el que vive. Nada de lo que aparece ante nuestros ojos mientras caminamos por la ciudad se revela como discordante o fuera de lugar. La perspectiva de las calles por las que uno cruza, se pierde en una especie de nubosidad iluminada aún por los faroles y camuflada entre los árboles. El ajetreo de la vida activa recién empieza a insinuarse en las panaderías y en las micros que se aproximan desde lejos, lenta pero calladamente. Sobre los puentes del Mapocho se dispersan las gaviotas en vuelos circulares. El cielo tiene el color del acero y la luna una irradiación primitiva.

Santiago, en esas circunstancias, parece una ciudad imaginaria, sobre todo para el transeúnte que acaba de salir del sueño. Es de hecho, otra ciudad, tan distinta a la que se impone horas más tarde con el sol cenital, el tierral, las emisiones tóxicas, los ladridos, las aplanadoras, los atropellos. Así como hubo, en otro siglo, complicaciones del ánimo que se entendieron como males de época, hay una pesadez existencial que podría denominarse "cansancio de Santiago". Cansancio de Santiago, de ir a Providencia, de volver del centro, irritación del roce, de la hora peak, de la sobrepoblación, de la dificultad de movimientos. Un síntoma claro es esa película de polvo negruzco que se adhiere en la cara como recuerdo de la realidad.
Sin embargo, existe esa compensación: el amanecer y las noches, situaciones en las que la fealdad y el apremio se diluyen por el encantamiento. Las noches, particularmente, operan como una extensión de la conciencia. En los barrios ocupados por edificios de departamentos se escuchan ruidos remotos, la música y las risas de una fiesta juvenil, la apertura de una puerta, los gritos sofocados de una mujer presumiblemente entregada al orgasmo. Esto último es como una insospechada alegría de última hora: la constatación de que a pesar del aparente apocalipsis cotidiano, la gente sigue haciendo lo que ha hecho siempre, cosas esenciales y desprovistas de discurso. No me refiero al borracho desesperado que sale de los locales nocturnos después del cierre y regresa a su casa expectorando un alegato incomprensible. No, no hablo de seres angustiados. Todo lo contrario, pienso que a esas horas habría algo así como la posibilidad de una redención, una promesa de intimidad y de lucidez.
Es posible que todo esto sean sólo especulaciones fantasiosas. No sé nada sobre motivaciones de los que se mantienen despiertos en la mitad de la noche. En esos departamentos que uno ve con las luces prendidas en lo alto de un edificio oscuro, podría perfectamente representarse un drama de traición, de desesperanza o de agonía.
Los que nos debatimos al lado de acá de la línea de la supervivencia, no podemos realmente calibrar al carácter infernal que puede adquirir en ese trance el paso del tiempo. Me han dicho que las horas y los minutos no se detienen, sino que se enroscan, describen espirales, se desordenan. Son cosas en las que a nadie le gusta pensar. Si no entendemos nada de la vida tal como se nos presenta, menos entendemos de ese tránsito final que emprenden quienes deciden abandonarnos. El abandono mismo resuena como un aullido relleno de estopa.
Estábamos en el amanecer, en el viento frío que limpia los pensamientos, en los jardines húmedos.