Una segunda vida

LLega un momento-del día, del año o de la vida en general- en que la realidad se aparece extrañamente dolorosa. Peor aún: de una manera inezpresable. ¿Cómo explicarle a alguien que los recuerdos provocan una especie de incómoda fricción?, ¿Dónde encontrar a quien comprenda el tipo de dolor que nos causan las figuras humanas cruzando en la noche la Costanera en medio de los focos?, ¿Y qué decir de los petardazos de cada año nuevo, del sol de 1988 sobre una pared de yeso amarillento, del grito de gol escuchado en un departamento del edificio vecino, de las tapas de bebidas metidas en el asfalto de las calles santiaguinas?.
Uno mismo puede regalarse un diagnóstico: estoy perdiendo la chaveta, estoy metido en un círculo histérico, mejor no lateo a nadie con temas como este. Pero ahí está, permanente, viva y leve, como una sombra un poco desplazada de su lugar natural: la molestia de las cosas, la marisma acechando bajo el pasto del parque, la serpiente detrás de los rosales, o en medio del follaje, el obsceno pájaro de la noche.
A todos nos inculcaron la virtud de no llamar la atención. No somos por lo demás rockeros, no tenemos guitarras eléctricas con las que rebentar parlantes, no tenemos ni fuero para piar como pollos anfetaminizados cuando se nos hacen preguntas concretas. En definitiva, no sabemos desesperarnos aunque un aullido nos esté taladrando el cerebro.
Esta mañana me he topado en la calle Monjitas, con un espectáculo como de la comedia del arte, algo insinuantemente diabólico: un grupo de tipos con las caras pintadas de blanco como los mimos, con trajes negros (uno de ellos llevaba un gorro del viejo pascuero), avanzando en formación dispersa mientars tocaban sus quenas, platillos y tambores en una especie de diablada urbana, turística, falsa. Ya de por sí la diablada es una manifestación espantosa, de la que uno no prefiere enterarse, pero en este caso se le habían añadido distorciones oníricas. Era un sueño ajeno, metido a presión en el campo perceotivo de los transeúntes.
Uno puede pensar que ya es suficiente con los propios sueños, esa trastienda de la conciencia en que los campos arden, los techos tiemblan y los criminales sonríen mientras depositan un arma en nuestras manos. Si alguien ha anotado por mucho tiempo sus sueños se dará cuenta de que en esos relatos un sujeto alternativo que vive una vida independiente: una segunda vida que hacen ademán de adelantarse a la nuestra aunque nos ponga en primer plano escenas arrancadas del fondo del pasado. Uno puede pensar- ésa es la condena- café tras café, cigarro tras cigarro, distracción tras distracción. Uno está obligado a pensar cuando en verdad quiere dormir, cuando espera el turno de la farmacia, cuando cae de rodillas buscando un libro en la estantería.
"La eternidad no es nada, son sólo los minutos", escuché la otra tarde a Isabel, que tiene cinco años, mientras jugaba a hacer trampas tapadas con hojas en un pozo de arena. Tienes razón, querida niña, ya ves, esa tarde ya no existe, y la que venga mañana será una simulación de la que ya se fue. La habitaremos sin duda, mientars pasa por el pozo de arena y la piscina, y por los árboles a cuyas alturas sólo el aburrimiento puede llevarnos las miradas. Y escucharemos los mismos chillidos de los niños salpicando agua fría, y los mismos gritos preventivos de sus padres, y bajarán las bandejas con yogu-yogu y café, y daremos vueltas por las zonas sombrías del jardín recogiendo los puchos, y alguién ordenará al final los flotadores y las pelotas y aguién le hechará llave al camarín de las arañas, como todas las tardes.